Una ciudad no es moderna si sigue usando animales como atracción turística.
UNA DECISIÓN HISTÓRICA Y NECESARIA
Málaga por fin ha dejado atrás los coches de caballos. El Ayuntamiento ha revocado todas las licencias y el alcalde, Francisco de la Torre, ha reconocido que la ciudad “avanza hacia el siglo XXI”. Tarde, pero avanza. Durante décadas, los caballos malagueños arrastraron turistas bajo un sol que funde el asfalto, sin derecho a sombra, descanso ni dignidad. No era folklore, era explotación animal normalizada bajo la excusa de la tradición.
La medida, que debía aplicarse en 2035, se ha adelantado diez años, hasta 2025. Una década que los caballos no tendrán que pasar sufriendo, sedientos y agotados por las calles del centro. El cambio no ha venido de la nada: ha sido fruto de años de presión ciudadana, denuncias de colectivos animalistas y rechazo social creciente hacia un espectáculo que ya no encaja en una sociedad consciente.
Los argumentos son conocidos. Málaga no puede presumir de modernidad mientras los animales sirven de reclamo turístico como si fueran estatuas vivas. Las y los conductores, por su parte, merecen una reconversión laboral justa, pero no a costa de perpetuar la esclavitud animal. Lo que se termina aquí no es un oficio, sino una forma de entender la ciudad: la del turismo carroñero que convierte la vida en mercancía.
LOS CABALLOS NO SON PATRIMONIO, SON SERES VIVOS
El alcalde ha intentado tranquilizar a la opinión pública afirmando que los animales “podrán integrarse en espacios de hípica o equitación” o venderse en “el mercado de animales”. Palabras que retratan una mentalidad todavía anclada en el XIX. Hablar de “mercado” cuando lo que está en juego es la vida de seres sintientes demuestra que el problema no era solo estético, sino ético.
Los colectivos de protección animal recuerdan que el abandono y el sacrificio son riesgos reales. No basta con retirar los coches; es urgente establecer un plan público de rescate, cuidado y reubicación para garantizar que ningún caballo acabe en un matadero. Si la ciudad da un paso hacia la modernidad, debe hacerlo entera, con coherencia y responsabilidad.
Porque no se trata de buscarles “compradores”, sino de reconocerles derechos. No se trata de pasar de la explotación turística a la explotación deportiva. Se trata de que dejen de ser herramientas humanas y empiecen a ser tratados como individuos con valor propio.
El argumento de la tradición ya no vale. Lo que se defendía como “parte del encanto” era en realidad sufrimiento programado. Y el turismo del siglo XXI no puede construirse sobre el dolor ajeno. Las y los malagueños lo han entendido: la mayoría ha apoyado la decisión municipal. Y eso marca un cambio cultural.
En una época en la que los ayuntamientos regalan suelo público a empresas taurinas o financian circos con animales, Málaga se atreve a romper la inercia. La ciudad deja atrás el sonido de los cascos sobre el empedrado y abraza el silencio limpio de una decisión civilizatoria.
El siglo XXI empieza cuando dejamos de confundir el progreso con la domesticación.
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