El lobby del automóvil gobierna Bruselas mientras la democracia europea mira a otro lado

Escrito por Resist.es — diciembre 17, 2025
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La marcha atrás climática no es un error técnico: es una decisión política dictada por las grandes corporaciones del motor

La Unión Europea no ha rectificado su agenda climática por sorpresa ni por accidente. La ha cedido conscientemente ante la presión organizada de la industria del automóvil, un entramado empresarial que opera en Bruselas con más eficacia que cualquier mecanismo democrático. Lo ocurrido con los motores de combustión más allá de 2035 no es un matiz regulatorio ni una adaptación razonable al contexto geopolítico. Es una demostración de poder.

La Comisión Europea ha pasado de defender la eliminación total de emisiones contaminantes en el transporte privado al 90% en 2035, dejando un 10% “compensable” mediante créditos climáticos. Una concesión que tiene nombres, apellidos y estructuras detrás. Stellantis, Volkswagen, BMW, Mercedes-Benz y la patronal ACEA (European Automobile Manufacturers’ Association) llevan años trabajando para este desenlace. Y lo han conseguido.

QUIÉN MANDA REALMENTE EN BRUSELAS

La industria del automóvil es uno de los lobbies más potentes de la Unión Europea. Según datos del Registro de Transparencia de la UE, las grandes automovilísticas destinan decenas de millones de euros anuales a actividades de influencia política. ACEA, por sí sola, declara reuniones periódicas con la Comisión, el Parlamento y los gobiernos nacionales. No es una anomalía del sistema. Es el sistema.

Alemania e Italia han sido piezas clave. Ambos países albergan gigantes industriales cuya economía depende del motor de combustión. Ambos gobiernos han actuado como correas de transmisión de las demandas empresariales dentro del Consejo Europeo. No para proteger a trabajadoras y trabajadores del sector, sino para proteger márgenes de beneficio y modelos productivos agotados.

La cronología es clara. En octubre de 2024, Ursula Von der Leyen envió una carta al Consejo Europeo anunciando su intención de “acelerar la revisión” del reglamento de emisiones de CO₂. No hablaba de ciencia climática, sino de competitividad. El lenguaje empresarial se impuso al científico. Meses después, el presidente del Partido Popular Europeo, Manfred Weber, confirmó públicamente lo que la Comisión aún no había anunciado: los motores de combustión seguirían produciéndose y vendiéndose tras 2035.

No fue un desliz comunicativo. Fue un aviso. Las decisiones ya estaban tomadas.

DE LA TRANSICIÓN VERDE AL GOBIERNO CORPORATIVO

La Comisión insiste en que no renuncia a la neutralidad climática. Que las emisiones restantes se compensarán con biocombustibles o acero bajo en carbono fabricado en la UE. Un discurso conocido. La contabilidad creativa del clima. Diversos informes del IPCC y del Tribunal de Cuentas Europeo han advertido de que los sistemas de compensación no garantizan reducciones reales de emisiones, solo desplazamientos estadísticos del problema.

Mientras tanto, la ciudadanía asume las consecuencias. Restricciones de tráfico por alta contaminación, límites de velocidad, zonas de bajas emisiones y sanciones. La escena es cotidiana en ciudades como Madrid o Milán. La industria contamina, la población se adapta. Esa es la ecuación.

El giro no se explica solo por el peso del lobby. Se inscribe en una derechización estructural de la UE, acelerada por la ruptura del cordón sanitario entre el Partido Popular Europeo y la ultraderecha. Las votaciones conjuntas para debilitar exigencias medioambientales no son una excepción, sino una tendencia. El clima se ha convertido en moneda de cambio para mantener consensos conservadores.

Incluso dentro del propio sector hay advertencias. El CEO de Polestar, Michael Lohscheller, alertó de que retroceder ahora no solo daña el clima, sino la capacidad competitiva de Europa. La Comisión prefirió escuchar a quienes pedían más tiempo para seguir haciendo lo mismo. No es prudencia industrial. Es inmovilismo subvencionado.

A cambio, Bruselas ofrece premios. Supercréditos para fabricantes que produzcan coches eléctricos pequeños y 1.800 millones de euros para impulsar la industria de baterías, de los cuales 1.500 millones serán préstamos sin intereses. Dinero público para facilitar la transición de quienes la han retrasado durante años. Sin condicionalidad social fuerte. Sin garantías de empleo digno. Sin control democrático efectivo.

Lo que queda es una pregunta incómoda pero inevitable. Si las grandes decisiones climáticas se toman bajo presión empresarial, qué queda de la soberanía europea. El caso del automóvil no es una excepción. Es un precedente. Un aviso de cómo funciona realmente el poder en la UE cuando los intereses corporativos chocan con los compromisos climáticos y la salud pública.

La transición ecológica no se ha frenado por falta de tecnología ni por rechazo social. Se ha frenado porque amenaza un modelo económico que sigue mandando, aunque el aire sea irrespirable y el calendario climático marque urgencia. En Bruselas, el volante sigue en manos de la industria, y el freno solo lo pisan quienes nunca han tenido que respirar los humos.

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