Trump contra el viento: el delirio fósil que amenaza el futuro energético

Escrito por Resist.es — octubre 28, 2025
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El segundo mandato de Trump se ha convertido en una cruzada contra la energía limpia: una guerra ideológica donde la ignorancia se disfraza de patriotismo y el petróleo vuelve a ser bandera.


EL NEGOCIO DEL CAOS ENERGÉTICO

Paul Krugman lo resume con precisión: “The Crazy”. Un término que ya no suena a exageración, sino a diagnóstico. La locura organizada del trumpismo ha alcanzado tal velocidad que destruye más rápido de lo que el periodismo puede registrar. Esta vez, el objetivo no es solo un adversario político, sino el futuro energético de un planeta en crisis.

Durante su segundo mandato, Donald Trump ha convertido su odio al viento en política de Estado. Su administración ha ordenado detener proyectos eólicos ya construidos, como Revolution Wind —una inversión multimillonaria frente a la costa de Rhode Island—, frenando de golpe un 10% de la producción eléctrica estadounidense. Es la primera vez en la historia moderna que un gobierno ordena desmontar energía limpia en pleno auge del consumo eléctrico.

Mientras los precios de la electricidad se disparan por la demanda de centros de datos, el trumpismo ha decidido castigar la energía verde. La consigna es tan absurda como peligrosa: volver al carbón, abrazar el gas, atacar el sol y el viento como símbolos del “wokeismo”. La guerra cultural se ha transformado en sabotaje económico.

No es un error técnico ni una torpeza burocrática. Es ideología pura, servida con petróleo. El lobby fósil financió el 88% de las campañas republicanas en las últimas elecciones. La derecha estadounidense ya no defiende una política energética: defiende un modo de vida contaminante. Su cruzada es emocional, viril, reaccionaria. Quemar gasolina se ha vuelto una declaración de identidad.


EL SOL, EL VIENTO Y EL ODIO

En 2010, producir energía solar costaba diez veces más que hoy. El precio cayó un 90%. El viento, un 63%. Los avances en almacenamiento mediante baterías han hecho posible lo impensable: una red eléctrica limpia, estable y barata. California obtiene el 38% de su electricidad de fuentes solares; Iowa, el 65% de la eólica; Dinamarca, un 70% de renovables. No hablamos de utopías verdes, sino de realidades que funcionan.

Pero el trumpismo no razona en términos de eficiencia. Razonar implica reconocer que el progreso puede venir de la ciencia y no de los magnates del crudo. Y eso es una amenaza para su relato.

Trump odia los molinos desde que uno “estropeó la vista” desde su campo de golf en Escocia. A partir de ese resentimiento personal, ha levantado una cruzada nacional contra la energía eólica. El capricho de un millonario convertido en doctrina de Estado.

Desmantelar un parque eólico operativo no tiene justificación económica. Es una demolición simbólica, una ceremonia de poder contra la evidencia. Se destruyen inversiones, empleos y tecnología limpia solo para reafirmar un relato político basado en la nostalgia industrial y el machismo fósil.

La consigna es simple: si las renovables se asocian con la izquierda, hay que destruirlas. La ignorancia se convierte en política pública, la venganza en programa de gobierno. Es la misma lógica que hizo del negacionismo de las vacunas un credo de fe: mejor morir que rectificar.

El resultado es un país que retrocede décadas mientras el resto del mundo acelera su transición energética. Europa, Asia y América Latina multiplican su capacidad solar y eólica, mientras Estados Unidos se encierra en un nacionalismo energético disfrazado de soberanía.

La derecha que se proclama “patriota” renuncia a la independencia real: la que da no depender del petróleo saudí ni del gas texano. Prefiere vivir en la ficción de la grandeza pasada, aunque esa nostalgia huela a humo y sangre.


El trumpismo ha logrado lo que parecía imposible: convertir la energía limpia en un enemigo.
La locura ya no se mide en tweets, sino en megavatios perdidos.
Y cada turbina desmantelada no es solo una derrota tecnológica, sino una renuncia civilizatoria.

El viento no tiene ideología. Pero quienes lo odian, sí.

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