Una buena noticia: la ballena franca del Atlántico Norte resiste

Escrito por Resist.es — octubre 23, 2025
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Una especie al borde del colapso muestra por fin señales de esperanza gracias a décadas de lucha científica y política.


UNA ESPECIE QUE SE NEGÓ A DESAPARECER

Durante siglos, las y los humanos cazaron a las ballenas francas del Atlántico Norte hasta casi borrarlas del mapa. Se les llamó “francas” porque eran fáciles de matar: nadaban despacio, flotaban al morir y su grasa producía abundante aceite. En el siglo XX quedaban tan pocas que el mar parecía haberlas olvidado. Pero en 2025, una cifra mínima —384 ejemplares, ocho más que el año pasado— ha devuelto algo que escasea tanto como el oxígeno en las aguas contaminadas: esperanza.

Por primera vez en años no se ha registrado ninguna muerte. Ninguna ballena enredada, golpeada ni perdida por colisión. Los científicos del Consorcio de la Ballena Franca del Atlántico Norte y del Centro Anderson Cabot, en colaboración con la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), han confirmado una tendencia de crecimiento lento pero constante. Cuatro hembras parieron por primera vez, y en total nacieron once crías. No parece mucho, pero en términos de conservación equivale a un renacimiento.

Philip Hamilton, investigador veterano del Acuario de Nueva Inglaterra, lo resume sin triunfalismo: “Un aumento modesto cada año, si podemos mantenerlo, llevará al crecimiento poblacional”. Lo que está en juego no son solo números, sino la supervivencia de una especie que simboliza el precio de nuestra voracidad industrial.

El cambio no ha sido casual. Canadá y Estados Unidos han reforzado sus regulaciones marítimas: zonas de exclusión para barcos, límites de velocidad, vigilancia aérea y prohibiciones temporales de pesca en áreas críticas. Estas políticas, tan poco rentables como imprescindibles, demuestran que cuando el capital retrocede, la vida recupera espacio.


LA ESPERANZA COMO ACTO POLÍTICO

Durante la década de 2010 a 2020, la población cayó un 25 %, víctima de colisiones con embarcaciones y del enredo en las artes de pesca. Las heridas provocaban infecciones, infertilidad o muertes lentas. Cada cadáver arrastrado a la costa era una metáfora del extractivismo marino que también asfixia corales, delfines y tortugas.

Las ballenas son migrantes oceánicas. Viajan miles de kilómetros desde las costas de Florida y Georgia hasta los fríos caladeros de Nueva Inglaterra y el golfo de San Lorenzo. En ese trayecto enfrentan otro enemigo: el calentamiento global. Las aguas más cálidas desplazan su alimento —el zooplancton— y las obligan a moverse fuera de las zonas protegidas. En ese desajuste, la frontera entre la vida y la muerte depende de una hélice, de un grado más de temperatura o de la codicia humana.

Heather Pettis, presidenta del Consorcio de la Ballena Franca, ha descrito la situación con una mezcla de cautela y determinación: “El ligero aumento en la estimación de la población, junto con la ausencia de mortalidades detectadas, nos deja cautelosamente optimistas”. En lenguaje científico, eso significa que la lucha continúa.

La ballena franca del Atlántico Norte no solo sobrevive: se convierte en un símbolo de resistencia frente al colapso ecológico. Su lenta recuperación recuerda que la extinción no es inevitable, pero sí consecuencia directa de nuestras decisiones económicas.

Cada cría que emerge del agua es una victoria contra la indiferencia. Cada año sin muertes es una derrota para la maquinaria que convierte la vida marina en mercancía. Si el siglo XXI necesita un relato de esperanza, quizá esté nadando en silencio entre Florida y Terranova, recordándonos que la supervivencia, en tiempos de devastación, es también una forma de rebelión.

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